sábado, 28 de marzo de 2020

Poemas del libro La noche apenas respiraba




La noche apenas respiraba, libro del poeta Henry Alexander Gómez, no solo es un testimonio poético de alguien que retrata la vida con palabras escuetas, simples, conmovedoras en su desnudez para contar y cantar el dolor de la guerra. También es el testimonio de un oficio, el oficio del poeta que consagra su mirada para observar allí donde muchos no pueden ver la belleza o la desolación.

Hernán Vargascarreño
Ediciones Exilio



Del libro La noche apenas respiraba (Fondo Editorial Estado de México. Toluca, 2018)




El borracho

“El borracho”, le decíamos. Un soldado
que rezaba a media lengua y disparaba
por la culata de su fusil.

El lanza Ramírez era un puñado de niño,
un medio hombre que intentaba cazar tigres
con la mirada perdida.

En la noche no paraba de contar estrellas.

“Borracho, caiga en veintidós de pecho”,
decía el capitán. “Borracho, usted solo
va a barrer la plaza de armas
y va a brillar la estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”, le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado lo levantaba
a las tres de la mañana con un cubo gigante de agua.

Un día, mientras almorzábamos lentejas
bañadas en quenopodio,
se voló los sesos con su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta de sangre
con pedazos de hueso por todo el techo del baño.

Lo levantaron como se ajusta una puerta caída,
como quien pone una cortina negra
para tapar la ventana rota. 

Pero el borracho, el lanza Ramírez,
                                        no paraba de contar estrellas.

Se quedó en el baño,
espantando con su media lengua
y quemando la lluvia con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba los dientes. Le cerró la llave del agua
al cabo Zapata mientras se duchaba.
“Te voy a matar, maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante Otálora, luego de voltear a un soldado
que lavaba el piso de los retretes.
Con mis huesos tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe respiración una noche
que fui al orinal, luego de prestar guardia.

Éramos soldados con el corazón disfrazado 
por la muerte, intentando olvidar el rostro de la madrugada
traspasado por el rojo cañón de nuestros fusiles.

El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el borracho,
                                                      nunca paró de contar estrellas.









Gas mostaza    

Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar. 
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.
      
              —Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.  

Despertamos con el uniforme lleno de odio,
              viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.

Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
                        que nos ofrece la victoria.
  
                        Las cosas iban perdiendo su color natural.






De patrulla

Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.

      —Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.

El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.

        —Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.







Los 40 ladrones

El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.

Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas. 

Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
                                                                          y asesino.

Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas de oro.

No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios. 

Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.

No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.

Hay verdades que simplemente no son nuestras,
                          pensamientos
                          semejantes a una gradería de piedra
                          en la que se asciende al bajar los peldaños:

igual que la guerra: pequeña metáfora   
                                            que le hurta los ronquidos a Dios.  






Antimotines

I

La diana fue a las tres de la mañana.
Una ducha colectiva nos desvistió del sueño
                                  y la luna
                                  amarillenta
se coló entre las manchas
                        de nuestros uniformes de guerra.

El sargento Maldonado dio la orden
y los soldados marchamos
como moscas
con la bayoneta atada a la punta de los fusiles.

Una nube de fuego aulló adentro de las bocas
aprisionadas por las máscaras antigás.

El lanzagranadas mordió el aire una vez más
y le dio a la madrugada un hechizo de extrema palidez.

Un alud de truenos secos
sacudió el batallón.
Nuestro baile “antimotines”
                                       nombró cada uno de los miedos.

Todo fue inútil,
excepto por que nos acostumbramos a desayunar
Agente Irritante CS con huevo duro y jugo de naranja.


II

Un par de años después,
el peso del mundo o la gran transparencia
me colocó al otro lado de las filas.

La movilización estudiantil,
los conciertos de guitarras eléctricas
y las consignas en la Plaza de Bolívar
me devolvieron el mortífero gas al cual ya era inmune. 

Corrí por la carrera Séptima
huyendo de la sal.
Vi a mis compañeros desaparecer para siempre
                               adentro de las tanquetas antimotines.

Al final,
escuché una voz queda
anunciando mi implacable destierro:

aprendí que la vida
                   siempre viene envuelta en papel de aluminio. 









Río abajo

Nunca, te lo digo,
nunca antes los árboles de la noche
fueron más claros.
El parpadeo de las estrellas
se posó directo en la punta del fusil.
Mi compadre Orozco
atinó a tartamudear alguna plegaria
que quedó grabada para siempre
en un palo de mango. 

Entonces las reses mugieron
como el pájaro que ha perdido la forma
y el color, y descendieron
con el viento amarrado a sus lomos. 

Fueron tres horas montaña abajo,
hasta la orilla del río Camoa.
Tres horas con los labios secos de Dios
silbándonos al oído
la purga de una canción solitaria. 

El agua mojó nuestros pies descalzos,
anestesiados por la semilla del miedo,
pero ya no había caso, digo.

Sólo quedó el río crecido a media noche,
sólo vacas ahogadas,
algunos tiestos buceando la despedida, 
y el aliento de la madrugada
                             que lavaba toda su culpa 
cuatro orillas por encima de los muertos.




Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz y Finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Es cofundador y editor de la Revista La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com) y docente en las universidades Javeriana y La Salle.




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