La noche apenas respiraba, libro del poeta Henry Alexander Gómez, no solo es un testimonio
poético de alguien que retrata la vida con palabras escuetas, simples,
conmovedoras en su desnudez para contar y cantar el dolor de la guerra. También
es el testimonio de un oficio, el oficio del poeta que consagra su mirada para
observar allí donde muchos no pueden ver la belleza o la desolación.
Hernán Vargascarreño
Ediciones Exilio
Del libro La
noche apenas respiraba (Fondo Editorial Estado de México. Toluca, 2018)
El borracho
“El borracho”, le
decíamos. Un soldado
que rezaba a media
lengua y disparaba
por la culata de su
fusil.
El lanza Ramírez era
un puñado de niño,
un medio hombre que
intentaba cazar tigres
con la mirada
perdida.
En la noche no paraba
de contar estrellas.
“Borracho, caiga en
veintidós de pecho”,
decía el capitán.
“Borracho, usted solo
va a barrer la plaza
de armas
y va a brillar la
estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”,
le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado
lo levantaba
a las tres de la
mañana con un cubo gigante de agua.
Un día, mientras
almorzábamos lentejas
bañadas en
quenopodio,
se voló los sesos con
su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta
de sangre
con pedazos de hueso
por todo el techo del baño.
Lo levantaron como se
ajusta una puerta caída,
como quien pone una
cortina negra
para tapar la ventana
rota.
Pero el borracho, el
lanza Ramírez,
no
paraba de contar estrellas.
Se quedó en el baño,
espantando con su
media lengua
y quemando la lluvia
con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el
espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba
los dientes. Le cerró la llave del agua
al cabo Zapata
mientras se duchaba.
“Te voy a matar,
maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante
Otálora, luego de voltear a un soldado
que lavaba el piso de
los retretes.
Con mis huesos
tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe
respiración una noche
que fui al orinal,
luego de prestar guardia.
Éramos soldados con
el corazón disfrazado
por la muerte,
intentando olvidar el rostro de la madrugada
traspasado por el
rojo cañón de nuestros fusiles.
El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el
borracho,
nunca paró de contar estrellas.
Gas mostaza
Un cielo tejido
por la lepra
llenó el canal
que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de
punta a punta.
El teniente
Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien
clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra
ha perdido el camino.
Las granadas
incendiaron la prisión
y la soga del
humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos
desechos los pulmones.
Incluso el
aguacero se colaba
debajo de
nuestros cascos de guerra
e intentaba
encontrar un pequeño orificio
por dónde
respirar.
El infierno
tiró al suelo el armamento.
El soldado
Orozco le pidió a gritos
a la Virgen
María
que le atara el
cordón de su bota militar.
El sudor de los
fusiles, por primera vez,
me expropiaba
del aire
y me cosía los
huesos uno por uno
a la risa
astuta de la guerra.
Nada quedó a
salvo,
ni siquiera las
uñas aferradas a las paredes de cal.
—Han dejado de ser reclutas —nos
gritó
el teniente
Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las
Fuerzas Militares de Colombia —replicó.
Despertamos con
el uniforme lleno de odio,
viejos,
como niños
expulsados del paraíso,
con una
constelación de sombras rotas detrás de las orejas.
Existe en el
mundo
un alto riesgo
de caer en las cadenas
que nos ofrece la
victoria.
Las cosas iban
perdiendo su color natural.
De patrulla
Las mujeres
venían desde
cualquier rincón
y nos saludaban
con sus
pañolones caídos. Fundaban
todo un
continente en nuestras vísceras.
—Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez
—decía el capitán—,
usted sólo
escoja.
El Escalón Rojo
era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo
Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del
amor
crecían desde
la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis
espaldas.
El humo
escarlata
de los
cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada
soldado urdía la geometría simple
de los mundos
inacabados.
—Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su
rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de
estrellas
cada puesto de
guardia en el batallón.
Los 40 ladrones
El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto
calificado.
Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la
munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras
bocas,
luego de las patrullas nocturnas.
Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos
como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
y asesino.
Nacimos, como François Villon, para guardar
el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus
sortijas de oro.
No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio
donde
Dios habilita todos los comercios.
Corsarios, piratas, bandidos, lobos de
asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.
No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona
Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en
los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.
Hay verdades que simplemente no son nuestras,
pensamientos
semejantes a una gradería
de piedra
en la que se asciende
al bajar los peldaños:
igual que la guerra: pequeña metáfora
que le hurta los ronquidos a Dios.
Antimotines
I
La diana fue a las tres de la mañana.
Una ducha colectiva nos desvistió del sueño
y la luna
amarillenta
se coló entre las manchas
de nuestros uniformes
de guerra.
El sargento Maldonado dio la orden
y los soldados marchamos
como moscas
con la bayoneta atada a la punta de los
fusiles.
Una nube de fuego aulló adentro de las bocas
aprisionadas por las máscaras antigás.
El lanzagranadas mordió el aire una vez más
y le dio a la madrugada un hechizo de extrema
palidez.
Un alud de truenos secos
sacudió el batallón.
Nuestro baile “antimotines”
nombró
cada uno de los miedos.
Todo fue inútil,
excepto por que nos acostumbramos a desayunar
Agente Irritante CS con huevo duro y jugo de
naranja.
II
Un par de años después,
el peso del mundo o la gran transparencia
me colocó al otro lado de las filas.
La movilización estudiantil,
los conciertos de guitarras eléctricas
y las consignas en la Plaza de Bolívar
me devolvieron el mortífero gas al cual ya
era inmune.
Corrí por la carrera Séptima
huyendo de la sal.
Vi a mis compañeros desaparecer para siempre
adentro de las
tanquetas antimotines.
Al final,
escuché una voz queda
anunciando mi implacable destierro:
aprendí que la vida
siempre viene envuelta en
papel de aluminio.
Río abajo
Nunca, te lo digo,
nunca antes los
árboles de la noche
fueron más claros.
El parpadeo de las
estrellas
se posó directo en
la punta del fusil.
Mi compadre Orozco
atinó a tartamudear
alguna plegaria
que quedó grabada
para siempre
en un palo de
mango.
Entonces las reses
mugieron
como el pájaro que
ha perdido la forma
y el color, y
descendieron
con el viento
amarrado a sus lomos.
Fueron tres horas
montaña abajo,
hasta la orilla del
río Camoa.
Tres horas con los
labios secos de Dios
silbándonos al oído
la purga de una
canción solitaria.
El agua mojó
nuestros pies descalzos,
anestesiados por la
semilla del miedo,
pero ya no había
caso, digo.
Sólo quedó el río
crecido a media noche,
sólo vacas
ahogadas,
algunos tiestos
buceando la despedida,
y el aliento de la
madrugada
que lavaba toda su
culpa
cuatro orillas por
encima de los muertos.
Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central
y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de
Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido
diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad
Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio
Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros
publicados: Memorial del árbol (2013),
Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención
Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz y Finalista del Premio
Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Es cofundador y editor de la
Revista La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com)
y docente en las universidades Javeriana y La Salle.