“En la poesía de
Henry Alexander Gómez la búsqueda por una expresión auténtica y flexible lo ha
llevado por distintos caminos, todos ellos recorridos con honestidad y dominio
de la palabra. Acaso en el aire de su niñez, evocado con generosidad y entrega
en este libro, esté la clave para conocer ese íntimo recinto que su voz ha
buscado con paciencia y amor.”
Juan Felipe Robledo
Del Libro El
humo de la noche rodea mi casa (2017)
En el lomo de la vaca el
viento revuelto en un sudario de espumas
Eran las mañanas y las tardes. Solía acompañar a mi
abuela Ana
a llevar y traer las vacas, del establo al potrero
y del potrero al establo.
Íbamos por la mitad del pueblo arreando las vacas
que eran como dedos gordos de Dios.
Yo y mis cinco años y la rama de un árbol haciendo
de fusta.
El sol trepaba por las manchas azules de las vacas
y en su paso torpe
un aliento desconocido empozaba la sílaba del
sueño.
Las piedras, las crestas de los árboles, un puñado
de maderos y sus cercas.
Verlas pastar era echar boca adentro toda la
paciencia del aire,
como hundir una luna en un enredo de hierba.
Y en los ojos de las vacas un vacío de luz, un
misterio lerdo que latía en cenizas
sobre el corazón lento del día.
Mis cinco años, mi abuela Ana y las moscas abriendo
huecos
en las primeras sombras de la tarde.
Entonces la vaca Golondrina se fue de bruces al
río.
El hechizo del agua le llegó como una soga que
halaba su carne
en una cadencia sin tiempo.
Era de ver su júbilo corriendo entre las formas del
torrente. Mugía y su voz era un tambor
que trenzaba mi garganta. Un fósil nacido en lo más hondo de la vocal del
mundo.
Corría la vaca por el río y mi abuela la seguía
desde la orilla,
entre los pastos largos y mojados,
llamando desesperadamente su bovino. Cuidado de no
ahogarse la vaca loca.
Mis cinco años arreando el sueño de loco de mi
abuela Ana. En el lomo de la vaca el viento revuelto en un sudario de espumas.
Hará tiempo de aquello. El río arrastrando
esqueletos húmedos de hojas y trastos vegetales, llevándose consigo mis cinco
años y las alas invisibles de la vaca Golondrina,
en una ceremonia de bocas abiertas a los muslos de
la nada. Navegaba ahora
hechizado el ocaso en una brisa de peces muertos.
Dicen que las vacas
se parecen a los sueños de los hombres tristes, no
dejan de rumiar su soledad
en cualquier balcón desvencijado de la vida. En el
mañana
o en el ayer, es floración la noche cerrada.
A la orilla, sobre la piedra molida, boquea todavía
la vaca Golondrina
tragando tajos de luz. Muge mientras puede.
Parábola del padre
Padre siempre se
sumerge en las más
extrañas empresas.
En un diálogo mudo
con la vida,
en una incesante
errancia
por el orden
prohibido de las cosas,
hizo de la derrota
su sello
personal,
una enorme roca de
aire para empujar cuesta arriba.
Un día compró una
rueca de hilar nubes.
Decía que en la plaza
bien podría abrir
un negocio celeste
para achispar acontistas.
Pasaba horas
golpeando el pedal,
hilando el día,
ovillando la lana.
Desde allí urdió toda
la orilla del cielo
sin conseguir una
sola moneda.
Otro día
se hizo a un viejo
auto
para sortear la
soledad de los caminos.
Con él cruzaría las
fábricas del humo,
las páginas secretas
de las grandes montañas,
hasta llegar a La
Habana
o Nueva
York.
Pero la noche lo dejó
tirado a un lado de la carretera,
reparando el veterano
motor oxidado.
Raras tareas emprende
mi padre,
cultivó los sueños de
los ondeadores de banderas,
comerció con olvidos,
amasó el pan
para el inspector de
patatas fritas,
escribió cartas de
despedida para amas de casa,
hasta afiló los
lápices de tercos burócratas
en una corte de un
país
que no aparece en
ningún mapa.
Hoy comprendo que mi
padre
es un poeta a su
manera,
atesora la derrota
como quien guarda
palabras perdidas en
la billetera.
Sin saberlo, padre,
con cada inútil
negocio,
me ordena mi noble
función en el mundo:
el oficio de
escribir,
a cada
instante,
el arte de la pérdida.
Gallinas
A Felipe García Quintero
En las mañanas,
largos instantes me revelaron
el juego de su pluma,
el cacareo del mundo desde
una noble idiotez.
Su peculiar danza
me habló de un linaje perdido,
la firme intención de ser viento borrado.
Entendí, entonces, la difícil tarea
de romper
con las ataduras del aire,
la música cercana de escarbar en la tierra.
Es verdad que en las gallinas
el día ha encontrado su eje,
el cordón umbilical
en el que sostiene la luz.
Al igual que ellas, escribo la dicha
de ser pájaro caído.
La alberca
Habité por años aquel estanque perdido
en medio del patio.
Alimenté el corazón del agua, el pozo sin fondo
donde tío Jaime guardaba los peces traídos desde el
río.
Fui náufrago sin cielo,
árbol sumergido en la mitad de la tormenta.
Buceé el torrente de hogueras submarinas
y, como Julio Verne,
vi el relámpago de la música adentro de un pez
dormido.
Navegar era mi oficio, destejer las raíces del mar,
dibujar en cartas de navegación
las líneas turbulentas de aguas ecuatoriales.
Los bajeles, el sextante,
los peces bañados en el tiempo,
boqueando el alba hasta perecer.
Mi puerto eran las manos de mi madre lavando la
ropa.
Los huesos de la bisabuela Felisa
Aparecieron de
repente,
estaban metidos en un
cajón de madera negra
y cargaban el aire
roto de la noche.
Andaban por el camino
de los años
apretados a cualquier
rincón de la casa.
Prima Betty los
descubrió por error,
buscando en el cuarto
de trastes algún juguete perdido.
Susto de perros esos
huesos ladrando la muerte.
Sortilegio. Oscura
brujería. Asesinato en el balcón del silencio.
Fue abuela quién
recordó que eran los huesos olvidados
de la bisabuela
Felisa. Habían llegado décadas atrás
y buscaban ser un
puñado de viento,
una flor soñolienta.
Al fondo de la caja,
la extraña carta del abuelo
confirmaba la noticia
y reclamaba un lugar junto a su tumba.
Insólitos los ríos
que cruza la piedra
después que la lluvia se extingue.
Años de errar debajo
de las camas,
rechinando entre
sombras, auscultando la tierra,
los huesos,
la vida,
como un planeta
cansado,
gritan su parte del
mundo, justo ahora que exhumamos
los restos del
abuelo.
Allí descansan,
los dos,
en una bóveda sin
fondo,
en un osario celeste,
examinando la luz.
El corazón se busca
más allá de la carne.
Restos
La casa de mis
bisabuelos hoy no es más que barro seco,
un puñado de polvo en
la hojarasca de los días.
Un pulso primitivo
nace al tocar los muros caídos,
la tierra,
quizás un viento
antiguo que me trae el ruido de los pasos,
la lumbre serena que
escribió batallas y duelos,
la queja,
la duda,
el amor,
palabras en desuso
que me atan y me sueñan la vida,
como una estrella que
cae y se clava directa en mi espalda.
No tienen la dignidad
de la ruinas de Grecia
o el profundo
misterio de la piedra en El Cairo,
pero la hierba y el
aire,
la casa,
pero un oscuro
alfabeto brota de su cauce,
pero una lluvia
inasible canta en los escombros,
pero hay allí una
historia más humana que Dios.
Henry Alexander Gómez (Bogotá, 1982). Magister en
Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales
de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival
de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido diferentes distinciones, entre
ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el
Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José
Verón Gormaz de España por el libro Tratado
del alba (2016).
Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013), Segundo
Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus
in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018) Segundo Premio IX Concurso
Internacional Bonaventuriano de Poesía; y las antologías Teoría de la gravedad (2014), publicado en Quito, Ecuador y El humo de la noche rodea mi casa
(2017), Colección “Un libro por centavos”, Universidad Externado de Colombia.
Sus poemas aparecen
diferentes antologías y revistas de Colombia y el exterior. Es cofundador y
editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com)
y docente del Pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central.