viernes, 29 de junio de 2012

El miedo a la oscuridad



El castillo gótico ha bañado en sombras fúnebres, desde sus inicios, el ingenio cinematográfico. Clásicos como El Golem (1915) de Paul Weneger, Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, o El fantasma de la opera (1925) de Rupert Julian, así lo demuestran. La gangrena efervescente de la noche gótica aplaca el código de la razón y conmueve al público siempre ávido de sangre.

He visto varias veces la antología francesa Peur(s) du noir (Miedo a la oscuridad). Una pieza en la que se combinan dos artes no fáciles de emparentar con éxito: el terror y la animación. Las alianzas entre la belleza y lo oscuro siempre son asombrosas. En blanco y negro, algunos de los mejores artistas del comic y la ilustración (Blutch, Charles Burns, Marie Caillou, Pierre Di Sciullo, Lorenzo Mattotti y Richard McGuire) unen esfuerzos y talentos, y consiguen sacar a la luz otra pieza más para la galería de las historias del horror.

Las imágenes, las ilustraciones y toda la parte visual son estupendas. Cada corto, según su creador, tiene un estilo de animación propio. A cada historia se le otorga una serie de matices y rasgos, en una estética sombría, que hilvanan en conjunto la opera macabra.

Bajo los mejores trazos a lápiz, aparece un inhumano aristócrata y sus perros asesinos, quienes son la partida e hilo conductor del argumento que se va bifurcando en cada una de las historias: un tímido joven, estudiante y aficionado a los insectos, conoce una sensual chica, pero es traicionado por sus extraños especímenes; una niña japonesa se debate entre el sueño y la vigilia acosada por una serie de fantasmas; un pueblo italiano es asolado por una misteriosa bestia; un hombre se refugia de una tormenta de nieve en una aterradora casa victoriana que es custodiada por el fantasma de una mujer perversa.

De todos los cortos, recomiendo especialmente el último. Dentro de los imaginarios de la literatura gótica y en un excelente contraste de claro-oscuro, la ficción logra crear una atmosfera realmente espeluznante que nos recuerda cuentos del horror anglosajón como “La mansión de los ruidos” de M.P. Shiel, o “La gallina ciega” de Russell Wakefield, o “La Casa espectral” de Ambrose Bierce. A esto se le suma el gran manejo de efectos de sonido quienes, realmente, son los que narran la historia.

La oscuridad también es un don. El museo de lo negro no es asequible a cualquiera. El miedo, “como la emoción más antigua de la humanidad”, sigue revertiendo el cauce de la sangre, sigue siendo un virus latente en los estadios alterados de la imaginación. Una vez más, el exceso de locura, los hijos de la noche, el horror en su estado más líquido, logra conmovernos a través de Peur(s) du noir.

Por Henry Alexander Gómez
Promotor de lectura y escritura
Biblioteca Pública Parque El Tunal

Peur(s) du noir
Director: Blutch, Charles Burns, Marie Caillou, Lorenzo Mattotti, Richard MacGuire y Pierre di Sciullo
Duración: 78 minutos
Guión: Jerry Kramsky, Michel Pirus, Romain Slocombe, Blutch, Charles Burns, Pierre di Sciullo
Reparto: Aure Atika, Arthur H., François Creton, Guillaume Depardieu, Nicole Garcia, Louisa Pili, Christian Hecq
País: Francia
Año: 2007

jueves, 14 de junio de 2012

Georg Trakl en el ocaso





Georg Trakl en el ocaso

Un rostro púrpura se ciñe al abrazo calcinado de la noche.
El espíritu oscuro de los bosques, las sombras venenosas,
el grito moribundo de los guerreros otoñales,
cubren de opio el azulado cuerpo de espino.
Aletean los murciélagos alrededor del joven que sueña.
Se escucha un lamento crepuscular.
El niño Elis le besa la frente sangrante
y la hermana juega con alcoholes mortíferos,
deambulando entre los catres del centro hospitalario.
Qué luna más amarga. Cuánto silencio sobrevive
en el canto último del mirlo.
Tierra negra amasa una música nocturna
y se extingue un corazón huérfano de flores amarillas.
La tumba aguarda a los ángeles caídos;
un venado azul corre en delirio a la primavera.


Henry Alexander Gómez,
del libro Memorial del árbol (2012)




lunes, 11 de junio de 2012

Putumayo: un lugar donde se bebe agua



La selva ha alterado sus matices cambiando a una tonalidad azul. El rugido del jaguar horada cada nota del relámpago en la zampoña. La flor de viento del maíz siembra sus cicatrices en el corazón de los hombres.

Hace algún tiempo, en una pequeña reunión con amigos, escuché un sonido que llamó mi atención. Era una resonancia leve y profunda, nostálgica como un quejido de tierra y dulce como el trinar de un pájaro. Luego venía un suave arpegio de cuerdas y una flauta grave como si asediara desde lo más oculto de las montañas. La canción se explayaba en un coro que emulaba, o eso me parecía, un ritual ancestral americano. Luego, la abundancia de flautas de caña, pincullo, zampoñas, quena, charango y el bombo leguero me llevaban a oler, a tocar con mis manos, las auténticas entrañas de la selva.

No sólo me informé sobre el título de la canción y quiénes eran los que la ejecutaban, sino que pedí volver a escuchar el estupendo tema. Los vientos y la composición eran de William Palchukán, director de la agrupación colombiana Putumayo, y la partitura llevaba el nombre de “Azul”. La música de este grupo me dejó sorprendido. Poco después me apresuré a escuchar sus demás trabajos, y posteriormente pude contactarlos, invitarlos y escucharlos en vivo en el cierre del Festival de Poesía y Narrativa Ojo en la Tinta, donde hicieron una presentación formidable.

Putumayo lleva una tradición de más de 25 años. Fundado en 1985, temas como “Madre Selva”, “Canción para una flor”, “Ciudad Campo”, y el mismo “Azul”, entre muchos otros, ya se constituyen como clásicos en el folclore andino colombiano. Sus discos vienen, por demás, con el excelente trabajo pictórico del maestro Alfredo Vivero, quien se ha destacado en los últimos años por rescatar las raíces amerindias de nuestro continente.

En efecto, el sonido de Putumayo es más selvático que cualquier otra cosa. En su labor no sólo retoman el trabajo de compositores latinoamericanos como Sandro Piaguaje o Eugenia Muñoz, sino que cada tema es una íntegra investigación de las músicas y los instrumentos prehispánicos. Así que, en títulos como “Katsata” o “Betscanaté”, nos encontramos con experimentaciones progresivas que crean una atmósfera mítica y ancestral; cada integrante logra desmedirse con diferentes instrumentos en un virtuosismo atávico.

No hay nada más agradable que hablar de la propia casa. Como el aullido del mono silbador, como el lamento de la savia del Itahuba, como el tejido de arena en la piel de la anaconda, la música de Putumayo palpita en el espíritu de la selva y las montañas, y nos recuerda que un poco de sangre del Amazonas navega en nuestras venas.

Por Henry Alexander Gómez
Promotor de lectura y escritura
Biblioteca Pública Parque El Tunal

Putumayo, Encuentro - Colombia - 2008.

Canciones:
1.         Madre Selva
2.         Azul
3.         Sur Tierra
4.         Katsata
5.         Supongamos
6.         Canto de curación
7.         El Colibrí
8.         Danza Quimbaya
9.         Ojos de Cielo
10.      Atufado
11.      Ciudad Campo
12.      Duua
13.      Padre Amerindio
14.      Betscanaté
15.      Caminos de Guaira
16.      Caminito real

Integrantes:
William Palchukán / Dirección / Viento
Jairo Palchukán / Percusión / Vientos / Voz
Fredy Velásquez Voz / Vientos
Juan Carlos Arévalo / Charango / Vientos / Voz
Diego Mora / Guitarra / Voz / Vientos
Javier Andrés Mesa / Bajo
Alfredo Vivero Paniza


lunes, 4 de junio de 2012

Crónica del libro de agua (Sobre Rómulo Bustos Aguirre)


El ángel herido, Hugo Simberg (1903)

El poema ha ido llenando con árboles de lluvia el patio del cielo. El insólito eco de Dios retumba quedamente en las paredes de la casa y el milagro del lenguaje crea las horas silenciosas para que los ángeles descansen allí de su fatiga.

El universo poético que envuelve el libro En el traspatio del cielo (1993), de Rómulo Bustos Aguirre, es extraordinario. El poeta, consiente de su habilidad creadora, de su oficio todopoderoso como ingeniero del lenguaje, nos invade con la arquitectura del asombro y edifica, literalmente, el extraño palacio que se levanta en el techo del mundo, la hacienda del cielo.

Nacido en Santa Catalina de Alejandría, Bolívar (1954), Rómulo Bustos Aguirre se muestra como uno de los poetas más destacados de su generación. Desde la aparición de su primer libro, El oscuro sello de Dios (1988), ha dejado clara su habilidad para inmiscuirse en los misterios del mundo mediante el sencillo uso de la palabra. Su obra constituye un universo vitalista que interroga la existencia del ser y los objetos, y los fenómenos que le rodean.

Un poeta sueña la representación de su mundo. En el traspatio del cielo es ante todo la sorpresa y la escritura de la infancia. Con un juego sutil de imaginarios, con la invención de espacios que simbolizan el cielo de los hombres, con el hálito celeste de los árboles y la trascendencia de Dios, del patio sagrado y sus “habitantes”; Bustos nos lleva a la memoria singular de su niñez. Las ensoñaciones de las horas, la fascinación por las cosas simples, el recuerdo de su hermana y su familia, o el tejido angular del mundo caribeño.

Un día
Dios sembró un árbol de agua
para que lloviera
Tomó lágrimas suyas y las sembró
Y vio Dios que era buena la tierra del cielo
para sembrar la lluvia
Y hubo así estaciones
Y cada cierto tiempo
el viento que agita las alas de mil ángeles
estremece el árbol y sus hojas se esparcen
sobre la tierra
Entonces comienza el invierno
Y nosotros ponemos ollas y cántaros para recoger
la lluvia

El libro es también el mito de la creación, la génesis de las cosas. Allí nos encontramos con un ángel que observa sin asombro los ríos de la tierra en la palma de su mano, o un árbol que relincha y sueña el sueño de un caballo. Sus poemas son substancias extrañas y pequeñas, su poesía es la reinvención de los objetos cotidianos. El cielo es otra forma de la infancia.

Rómulo Bustos Aguirre ha hilvanado una obra con una solidez impresionante. En ella vislumbramos la poesía del asombro. Sus otros libros, Lunación del amor (1990), La estación de la sed (1998) y Sacrificiales (2003) mantienen en vilo la edad del poeta, la oración de la imaginación desbordada.

Debo decir que su escritura me llena de una emoción impar; me colma de una gran satisfacción el encontrarme con alguien que escribe con su sangre y su inteligencia. Como Aurelio Arturo, José Manuel Arango, Juan Manuel Roca y otros grandes de la poesía colombiana, su obra ya hace parte del mosaico de lo que no habrá de olvidarse.

Por Henry Alexander Gómez
Promotor de lectura y escritura
Biblioteca Pública Parque El Tunal

Bustos Aguirre, Rómulo. (1993). En el traspatio del cielo. Bogotá: Colcultura.